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Nombre: Julio Carreras
Ubicación: Santiago del Estero, Santiago del Estero, Argentina

sábado, febrero 12, 2005

El otro yo de Mr. Hyde

Lord Snowdon esperaba, en la humilde salita de Mr. Hyde. Había venido a encargarle un trabajo sucio. De repente vio salir de su habitación a un desconocido alto y buenmozo, quien lo saludó con una suave inclinación antes de retirarse. Lord Snowdon lo observó con curiosidad, pues había creído hallar algo extraño en él (aparte de haber emergido impensadamente de la pieza de Hyde). En efecto, tras una fugaz ojeada, comprobó que pese al refinamiento de su porte, la ropa del caballero le quedaba chica.
Esperó infructuosamente a Mr. Hyde, durante una hora. Al cabo, decidió entrar. Encontró en la habitación el desorden previsible, mas algo le llamó la atención. No sabía que Hyde tuviera veleidades de alquimista. Sobre una mesa reposaban redomas, probetas y alambiques, junto a instrumentos varios de medición; tras de ella un armario-vitrina ostentaba innumerables frascos y cajitas, etiquetados cuidadosamente y ordenados con escrúpulo. Un libro de anotaciones, abierto, mostraba fórmulas complejas asentadas a pluma, con letra regular y precisa. A su lado, un vaso de experimentación humeaba aún, vacío. Lord Snowdon se fue intrigado y decepcionado. Era evidente que Hyde se había escabullido por alguna salida secreta.
Algunos días después‚ Lord Snowdon concurrió a una velada, en compañía de su joven y adolescente esposa, la bella Lady Christinne. Allí les presentaron al distinguido caballero que había visto salir de la pocilga de Mr. Hyde. Les dijeron que era el Dr. Jekill, descendiente de una familia de científicos, emigrados a Norteamérica‚ en tiempos de la colonia. Según declaró, muertos su padre y su madre, no le quedaba razón para permanecer en el cada vez menos soportable "nuevo mundo". Lord Snowdon se alejó un poco del grupo, para contemplar a Jekill a su gusto y reflexionar. Sí, seguía hallando algo de extraño en aquel individuo. Decidió investigarlo.
No le fue difícil dar con su dirección. Por esas cosas del snobismo burgués‚ -rasgo característico de la época- se había convertido, a poco de llegar, en el médico de moda. Luego de un paciente control, que le insumió varios anocheceres y madrugadas, llegó a establecer que el médico practicaba una inusual rutina. Era ésta: llegaba a su consultorio muy temprano en la mañana. Desde ese momento permanecía en el edificio, hasta la hora del crepúsculo, o a veces hasta altas horas de la noche. A esas horas, iba al reducto de Mr. Hyde, donde aparentemente pernoctaba. Algunas veces le perdía de vista, en las intrincadas callejuelas de Londres, pero una cosa era cierta: dormía indefectiblemente con Hyde.
Lo extravagante del asunto consistía en que este Dr. Jekill -o como se llamase- había comprado una amplia casa en la zona residencial, amoblándola por completo. Allí, había instalado su consultorio, e incluso había contratado a un valet, un ama de llaves y numerosa servidumbre. ¿Por qué, entonces, iría a dormir con Hyde, en un incómodo departamento de ocho por cuatro en los barrios bajos?
Lord Snowdon no era demasiado inteligente pero poseía mucho tiempo. Le llevó muchas noches completas de paciente control la investigación que obtuvo, como premio, establecer las raras costumbres de estos dos individuos. En esos períodos de estática vigilancia, ora frente a la vivienda de Hyde, ora frente a la de Jekill, meditaba. Se le ocurrió una explicación bastante absurda, pero luego de muchas vacilaciones la aceptó. ¿Acaso el famoso chevalier Dupin no había llegado por este método a la resolución de varios crímenes? Por una serie de indicios encadenados, Lord Snowdon arribó a la convicción, decíamos, de que Mr. Hyde y el Dr. Jekill... ¡eran la misma persona!
La aserción adquirió solidez poco a poco en su mente. Hyde era un delincuente, un marginal de la sociedad, que, harto de tal degradación había encontrado el modo de huir de su condena existencial. A través de quién sabe cuan largas y misteriosas experimentaciones -quizás guiado por algún científico loco- había logrado una fórmula para cambiar de personalidad. Logrado este propósito, convertido en un ser que era precisamente su contrario -y justamente por eso agraciado y amable- no le resultó difícil encandilar a la frívola sociedad londinense. Sin duda contaba con abundantes fondos -producto seguramente de toda una vida de pillerías-; de otro modo le hubiera sido imposible dotar a su creación del nivel de vida que ostentaba. Era evidente, sin embargo, que no había logrado la receta para permanecer definitivamente en su aspecto de "Jekill". Sin tal supuesto no se explicaría que se viese obligado a regresar, noche tras noche, a la infame madriguera de Mr. Hyde. Todo esto meditaba el Lord, mientras vigilaba.
Pese a las quejas de su joven esposa, Lord Snowdon persistió en sus agotadoras investigaciones nocturnales. Se le había fijado en la mente un empeño: iba a develar este caso. Noche a noche, semana tras semana se mantuvo como un soldado, alternativamente ante las moradas de Jekill y de Hyde. Así esperaba acumular la serie de evidencias que, llegado el momento, le permitirían entregar el caso resuelto a las autoridades.
Una noche esperó en vano. Ni el Dr. Jekill ni Hyde se mostraron. ¿Qué sucedía? Tal vez había llegado el momento de actuar. Presuroso, Lord Snowdon acudió a Scotland Yard. Cuando regresó con los agentes, halló la vivienda del abominable Hyde vacía. Corrieron a la casa de Jekill. Tampoco había nadie. El pájaro había volado. Los criados no estaban, el consultorio no daba muestras de haber sido usado en varios días, y los guardarropas desocupados indicaban que su propietario había emprendido un largo viaje. ¿Bajo qué personalidad lo había hecho? Tal vez nunca lo sabría. Desalentado, Lord Snowdon regresó caminando a su residencia.
Allí, le esperaba una sorpresa: no encontró a su esposa por ningún lado. Atacado de repentina suspicacia, corrió a la caja fuerte. La halló despojada de caudales.
Desconsolado en extremo, tuvo que acudir nuevamente a Scotland Yard. Luego se retiró a descansar, en su casa de campo. Creía merecerlo. El largo período de investigación y los últimos acontecimientos le habían agotado.
En aquel lugar, varios días después, los detectives tuvieron que narrarle el conjetural destino del "otro yo" de Mr. Hyde. Al parecer había partido, cargado de equipaje y dinero -dejaba abundantes propinas por donde pasaba- hacia un paradisíaco lugar de Suramérica, donde proyectaba radicarse definitivamente. Quienes los vieron, juraban que la joven dama que le acompañaba, con el muy presumible propósito de endulzar sus horas, era la mismísima, adolescente y bella, Lady Christinne.

1 Comments:

Anonymous Xavier Lumet said...

Feliz narración... qué buena prosa... Gracias.

miércoles, julio 14, 2010 9:11:00 p. m.  

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